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3 de junio de 2009

Necesidad del Espíritu Santo


* Las amplias y preciosas verdades de Dios pueden desvirtuarse en el corazón del hombre, y pasar a ser meras doctrinas si el Espíritu de Dios no las vivifica y aplica al corazón del creyente. * Si el Espíritu de Dios no tiene libertad para obrar, el cristiano puede morirse espiritualmente, no importa si está rodeado de las más grandes y rectas verdades bíblicas.

I. POSICIÓN Y ESTADO.
Según la más arraigada doctrina - que también es una preciosa revelación - nosotros los hijos de Dios tenemos una posición gloriosa: estamos en Cristo.
Estar en Cristo es algo infinitamente superior a toda posición en que pueda hallarse el hombre en esta tierra.
Estar en Cristo es gozar de la bienaventuranza del Padre, según la cual un hombre ha sido librado de la condenación porque ya es salvo; ha dejado el mundo porque ya es de Dios; sus pecados han sido perdonados, pertenece a una nueva creación; tiene un nuevo origen, tiene una nueva herencia y un nuevo y glorioso destino.
Estar en Cristo es tener la vida eterna, increada, dentro del corazón. Es haber recibido gratuitamente un legado incorruptible. Es tener no sólo lo que es de Cristo, sino tener a Cristo mismo.
Estar en Cristo es mejor que estar en el pináculo de la gloria humana, o en la cima de la riqueza. Nuestra posición en Cristo es invaluable. Jamás despreciemos esta herencia, porque es la adquisición de Cristo en el Calvario, por medio de su sangre preciosa, para nuestro bien y salvación.
Sin embargo, un cristiano ha de tener en cuenta -si quiere caminar hoy rectamente delante de Dios- no sólo su posición, sino también su estado. La verdad posicional, siendo un firme y seguro fundamento de nuestra fe, no desmerece ni invalida la verdad en cuanto a nuestro estado, necesario complemento de aquélla.
La verdad acerca de nuestra posición en Cristo es una verdad objetiva, porque es externa al creyente: se establece sobre la base de la obra consumada de Cristo Jesús en la cruz del Calvario. Nadie puede añadirle ni quitarle: es absolutamente suficiente. En este sentido, la verdad posicional es única e inmutable, como lo es también la posición de todos los hijos de Dios, no importando su condición particular.
Otra cosa distinta ocurre con nuestro estado delante de Dios. El estado del creyente es subjetivo, particular y único. Cada uno tiene un diferente estado delante de Dios, es decir, un diferente grado de consagración, de obediencia, una diferente medida de fructificación.
Nuestra posición en Cristo asegura que somos hijos de Dios, pero no asegura que, de hecho, seamos hijos fieles. Nuestra posición garantiza plenamente nuestra salvación, pero no garantiza necesariamente que vayamos a recibir la aprobación de Cristo en su augusto Tribunal. Según nuestra posición tenemos vida eterna, pero según nuestro caminar subjetivo podemos acceder al reino de Dios, o bien quedar excluidos de él.
Los hijos de Dios tenemos que conocer también cuál es nuestro estado presente, nuestro caminar subjetivo, si agrada a Dios o no. Preocuparnos sólo de nuestra posición y no de nuestro estado es riesgoso. Asimismo, ocuparnos sólo de nuestro estado, sin conocer nuestra posición, es una pérdida lamentable.
Si nos preocupamos sólo de nuestra posición, podemos sumirnos en la tibieza, en el relajo y la presunción; podemos llegar a pensar que lo tenemos todo, y no sólo eso, sino que también que lo sabemos todo, y que no necesitamos nada.
Y así, puede ocurrir algo verdaderamente lamentable: que teniendo a Dios, lleguemos a perderle, que teniendo a Cristo, lleguemos a excluirle de nuestro corazón. Porque Dios habita con el humilde de espíritu, y con el que tiembla a su palabra. (Isaías 57:15; 66:2).
Creyendo que somos redimidos, podemos caer descuidadamente en la apostasía. Creyendo la verdad tocante a nuestra santidad perfecta en Cristo, podemos vivir cayendo en pecados morales. Creyendo que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, podemos llenarnos de juicio y aun de odio hacia los hermanos. Creyendo objetivamente que no somos de abajo, sino de arriba (y que estamos sentados en lugares celestiales) podemos vivir afanados en la tierra, amontonando tesoros vanos. Creyendo objetivamente que hemos sido justificados (es decir, hechos justos), podemos actuar como injustos.
¿No es todo esto una desgracia? ¿No es todo esto una ceguera y una vana presunción?
Aún más, el conocimiento mental y doctrinal de las verdades tocantes a la posición del creyente pueden llevarle a un manejo tan hábil de las Escrituras, que bien pueden tornarle absolutamente insensible e ignorante respecto de su real estado delante de Dios.
Esta es la situación de Laodicea. Ella dice ser algo, pero el juicio del Señor sobre ella deja en claro que su situación es muy diferente.
Tal vez lo más delicado de este desafortunado énfasis, es que se pueda profesar sin Cristo y sin el Espíritu Santo. Pasa a ser simplemente un asunto de conocimiento doctrinal, para lo cual no es necesario el Espíritu.
Atender sólo la verdad respecto de la posición y no del estado, nos vuelve insensibles a la voz del Espíritu, con la lamentable consecuencia que resbalamos en el Camino sin darnos cuenta de ello.¡Si no damos lugar al Espíritu para que examine nuestra condición presente, no sabemos en qué pie estamos! Pensaremos que estamos 'regados', sin darnos cuenta que estamos 'secos'.
Esto es lo que significa deslizarse (Hebreos 2:1). Pensaremos que dos o tres verdades de la Escritura son el todo de Dios, y funcionaremos ciegamente en torno a ellas, descuidando "lo más importante de la ley".
Si no tenemos el auxilio permanente del Espíritu, de sus amonestaciones; si hemos perdido la capacidad de oírle, entonces nuestro estado es de desgracia suma. Dios no podrá obtener provecho de nosotros y no podremos hacer su obra.
Conocer nuestra posición y no nuestro estado es quedar a medio camino. Es tener la base de nuestro caminar (el mapa) y no hacerlo. Es como saber leer y no leer nunca; es tener la teoría sin saber cómo proceder en la práctica. Es tener un doctorado en "religión" (doctrina, letra muerta), sin ser capaz de sentir el dolor ajeno a nuestro alrededor.
Es tener conocimiento sin espíritu. Y el conocimiento sin espíritu nos vuelve tiesos, indóciles para Dios.¡Dios nos libre de esta desgracia! ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros!

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