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6 de febrero de 2010

Cuando se pierde la visión


Lectura: Apocalipsis 1:9-20.

En la Palabra del Señor encontramos que la visión celestial es un asunto predominante. Cuando leemos la Biblia, hallamos que muchos hombres tuvieron visiones celestiales. Pero la visión celestial es una sola. Es la visión que viene de lo alto, de Dios mismo. Esa visión es Jesucristo, y es también su iglesia.

Pero no vamos a hablar ahora acerca de la visión en sí, sino de qué ocurre cuando ella se pierde.

En el Antiguo Testamento, en Proverbios, dice: «Cuando no hay profecía (o visión), el pueblo se desenfrena». Pero literalmente es «perece». En otras palabras, cuando se pierde la visión celestial, la iglesia muere ¡Cómo debemos atesorar la visión celestial! Y también, si hemos perdido esa visión, ¡con cuánta dedicación debemos abocarnos a recuperarla!

El tiempo de Juan y la pérdida de la visión

Cuando leemos los primeros capítulos de Apocalipsis nos encontramos precisamente con una situación en que la visión celestial se ha extraviado. El contexto histórico nos sitúa a fines del primer siglo.

La iglesia de fines del primer siglo es muy diferente a la iglesia de los primeros años, la que nació en Pentecostés y luego creció y se desarrolló en diferentes ciudades y provincias del Imperio Romano. La iglesia del libro de los Hechos está llena de la visión celestial. Está caminando, avanzando y creciendo en Cristo. Pero a fines del primer siglo la situación es diferente.

Cuando Pedro y Pablo murieron en el año 67 d. de C., durante la persecución del emperador Nerón, cae un telón oscuro sobre la historia de la iglesia. Pasarán más o menos 25 ó 30 años, y no sabremos absolutamente nada de lo que le ha ocurrido a la iglesia hasta el momento en que Juan aparece escribiendo el Apocalipsis. Cuando se levanta el telón, a fines del primer siglo, el escenario ha cambiado y la iglesia es distinta.

El mal se ha introducido en la iglesia. Ella está comenzando a caer en la apostasía y en la ruina espiritual. Y Dios, en ese momento preciso de la historia, va a usar un hombre para hablar a la iglesia, no sólo a la de aquel tiempo, sino a toda la iglesia, para todos los tiempos.

Por lo tanto, lo que el apóstol Juan va a decirnos es un mensaje fundamental, un llamado desde el mismo trono de Dios para que la iglesia recupere la visión celestial, pues nos muestra cómo ella se recupera, y también en qué cosas la iglesia tiene que ser restaurada.

Quien escribe es el apóstol Juan. Juan fue uno de los doce discípulos del Señor, aquél que tuvo el privilegio de ser llamado amigo del Señor, aquel discípulo a quien Jesús amaba. Esto no quiere decir que el Señor Jesús no amara a los otros; pero quiere decir que había entre el Señor y Juan una intimidad mayor que la que había entre él y los demás discípulos.

Fue Juan quien se recostó en el pecho del Señor la noche en que el Señor fue entregado. Fue Juan quien estuvo al pie de la cruz. Ningún apóstol estuvo allí, sólo Juan. Él vio a Jesús clavado en la cruz; él escuchó las palabras del Señor en la cruz.

Este es Juan, testigo de Jesucristo, el más fiel de los discípulos del Señor, aquel que seguía a Jesucristo por dondequiera que él iba. Pedro era más apresurado; más rápido para actuar y para hacer. Pero Juan tenía un entendimiento mayor. Más adelante, durante el tiempo en que la iglesia creció y se desarrolló en Jerusalén, la Escritura dice que Juan llegó a ser una de las columnas de la iglesia en Jerusalén. Pero no sabemos nada más de Juan, excepto que tenía un servicio de mucha importancia allí.

Cuando pasó el tiempo, los apóstoles murieron, y sólo quedó Juan, que era ya un anciano. La iglesia en Jerusalén fue dispersada, porque la ciudad de Jerusalén fue destruida e incendiada por los romanos en el año 70 d. de C. El apóstol Juan se trasladó a vivir a la ciudad de Éfeso, y se estableció en la zona donde Pablo con sus colaboradores había trabajado tantos años.

Pero pasaron los años, y el apóstol Juan fue testigo de cómo Satanás comenzó a atacar a la iglesia, y el mal comenzaba a entrar en ella. Ese mal se disfrazaba de diferentes maneras y tomaba diferentes formas; porque nosotros debemos saber que la iglesia está aquí en la tierra, pero no es de esta tierra; está en el mundo, pero no es del mundo. Y aquel que es el príncipe de este mundo aborrece a la iglesia del mismo modo en que aborreció al Señor de la iglesia.

El ataque de Satanás contra la visión

Satanás no quiere que la iglesia esté en el mundo; él quiere que la iglesia sea quitada de este mundo. Si pudiera borrarla, si pudiera aniquilarla completamente, él lo haría; pero no puede. Entonces, la ataca y arroja sobre ella todo su poder y astucia para destruirla.

Juan estaba en esas iglesias y empezó a observar cómo Satanás sutilmente trabajaba para destruirlas. Y escribe sus cartas y su evangelio por la misma razón, porque la iglesia ha comenzado a perder su visión de Cristo.

Ustedes recuerdan que él dice en su primera carta: «Según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos». Es cierto que Pablo había enseñado a las iglesias que venía el día en que se iba a manifestar el hombre de pecado, el hijo de perdición, y así les dice Juan: «Ustedes oyeron que el anticristo viene; pero ahora han surgido muchos anticristos», es decir, «no sólo en el tiempo final, sino ahora mismo ese misterio de iniquidad está trabajando para destruir a los santos». Esa era la iglesia del tiempo de Juan. Una iglesia donde los hermanos están mezclados con los que no son hermanos, donde hay lobos disfrazados con pieles de ovejas.

Juan dice: «Salieron de nosotros»; no vinieron del mundo. Esa es la obra del espíritu del anticristo, y no somos inmunes a ella. Siempre, a lo largo de la historia de la iglesia, el misterio de la iniquidad ha estado obrando en las iglesias de Cristo. Y nosotros debemos saber eso, debemos estar prevenidos, como Juan nos dijo.

Satanás estaba trabajando al interior de las iglesias a través de este espíritu del anticristo en dos aspectos. Primero, tergiversando la palabra de Dios, inventando doctrinas, creando falsas enseñanzas, introduciendo herejías, sutilezas y matices falsos sobre Cristo, su persona y su obra.

Pero en segundo lugar, simultáneamente, comenzó a desarrollarse en la iglesia una especie de organización oficial de la autoridad y de las reuniones. Empezaron a surgir cargos oficiales: personas que presidían y que no se conformaban al principio de la vida y del funcionamiento del cuerpo de Cristo. En muchas partes había hombres a quienes les gustaba tener el primer lugar. Nunca hubiera ocurrido tal cosa antes; pero ahora Juan está solo, y ¿qué puede hacer él contra toda la marea de maldad que se abalanza contra de la iglesia?

A veces decimos: «¡Ah, si tuviéramos a Pablo entre nosotros, o a Juan, qué diferentes serían las cosas!». Ponemos nuestros ojos en los siervos de Dios, como si ellos pudieran resolver los problemas de la iglesia. Pero aquí tenemos a Juan, y él no puede detener la marea que viene. Con todo su conocimiento de Cristo, con toda la luz que tiene del Señor, no puede detener lo que viene sobre la iglesia.

Y aún más, en el año 90 ó 95, otro mal se añade: el Imperio Romano. Hasta entonces, el imperio ha permanecido más o menos indiferente a la existencia de la iglesia. Nerón persiguió a los hermanos en Roma, pero fue una persecución aislada, y sólo en Roma, el año 67. Pero ahora surge un emperador llamado Domiciano, y a éste se le ocurre –ustedes ya saben quién pone esa idea en su mente– que él debe ser adorado como un dios, para contribuir a la unidad del imperio. Y aquellos que no le adoran son traidores al imperio y deben morir. De este modo empieza la persecución. Los hermanos, por supuesto, se niegan a adorarlo, y son entregados por miles a la muerte.

Por tanto, además de la debilidad interna en que está la iglesia, viene este ataque terrible desde afuera. Ningún reino de este mundo había podido resistir a las legiones romanas, y ahora Roma va a volcar todo su poder con el fin de aniquilar a la iglesia de Jesucristo. Vean ustedes la condición de la iglesia a fines del primer siglo. Todo es diferente. En su época, Pablo, para salvarse de los griegos y de los judíos, decía: «Yo soy ciudadano romano». Pero ahora Roma persigue a los santos, y los mata.

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